El amor nos genera un sentimiento de felicidad incomparable, pero, a la vez, resulta un tema muy complejo para la mayoría de las personas.
Por Ana Durand
Tendemos a asociar la palabra “amor” con las relaciones más significativas de nuestras vidas, principalmente con la vida en pareja; pero desde hace varias décadas esta asociación se ha ido reblandeciendo, reconociendo que el amor es un sentimiento presente en muchas otras relaciones más allá de las que tradicionalmente denominamos “relaciones de pareja”.
Hoy en día podemos reconocer los fuertes sentimientos que nos vinculan a otras personas como amigos, familiares, compañeros de trabajo, animales, plantas e, incluso, actividades.
No vamos a definir el amor en esta ocasión, pues dependiendo de la disciplina o la aproximación las variaciones pueden ser múltiples.
La paradoja radica en que nos hace mucho bien pero, al mismo tiempo, es complejo de gestionar.
Primero tenemos que distinguir el enamoramiento del amor.
El primero es ese estado de exaltación y emocionalidad que aparece cuando hay una atracción física y/o sentimental por otra persona. Esta sensación que en muchos casos ha sido explicada por las neurociencias a través de la acción de los neurotrasmisores es, desde una perspectiva psicoanalítica, un momento de suma satisfacción y felicidad provocada por la suspensión de la sensación de carencia que existe en las personas normalmente y que viene a ser complementada de manera momentánea por la presencia de otra persona. Es decir, nos sentimos cercanos a una situación donde todo es perfecto.
Lo interesante es que en estas situaciones nos sentimos vitalizados, con mucha energía y empujados a reservarnos solo a esta persona o actividad. De alguna manera nuestra vida comienza a girar en torno a ella.
Pero esta situación pronto se va deslavando, ya que no podemos mantenernos ni física ni mentalmente en ese estado por mucho tiempo y la imposibilidad que esto implica es lo que nos lleva a sensaciones de angustia frente a lo que nos sucede. Nos impone la posibilidad de perder eso que nos trae y provoca, supuestamente, tanta alegría, felicidad, placer y satisfacción.
En el contexto social en que vivimos existe una suerte de imperativo de ser felices y disfrutar todo lo que nos rodea. Aunado a la idea de que tenemos el derecho de alejarnos o distanciarnos de aquello que nos hace sentir mal o nos incomoda ( y por supuesto que podemos), esto problematiza la posibilidad de atravesar la etapa del enamoramiento hacia una etapa de menos exaltación que exige un mayor esfuerzo, pues tendemos a pensar que las cosas no están funcionando y a retirarnos rápidamente frente a la frustración, en vez de construir vínculos más fuertes que implican la presencia de confrontaciones con aquello que no nos gusta de los otros y de nosotros mismos. Es decir, admitir la posibilidad de fallar, ya sea de una manera irremediable o con la posibilidad a seguir avanzando en la construcción de una relación afectiva de cualquier tipo.
Aquí es donde nos hace bien el amor. Si efectivamente como sujetos podemos ubicarnos en una posición amorosa frente a nosotros mismos y a otros, entonces podremos vincularnos desde un lugar de respeto, responsabilidad y afecto.
Claro, si lo piensas, estamos acostumbrados, ya sea por la cultura o por nuestras propias características a relacionarnos, más bien por lo contrario, justamente por el miedo que sentimos a fallar y a perder eso que nos hace sentir tan bien en un primer momento.
Pero la posibilidad de apostar por una relación que implique que ese otro nos ayude a crecer, a sentirnos bien y avanzar en nuestro camino, es un lugar que fomenta la admiración, el cuidado y el respeto por la pareja o actividad, porque asumimos que nos hace bien y reconocemos que lo queremos en nuestra vida.
De ahí los beneficios del amor pues, si de verdad nos relacionamos desde él, generamos espacios y vínculos donde existan sensaciones y experiencias honestas, ligadas a la vitalidad y la creatividad.
Por su puesto, esto no es sencillo, requiere de mucho análisis personal y honestidad respecto a qué queremos y qué buscamos cuando nos acercamos a otras personas. O sea, requiere que nos conozcamos y que seamos amorosos con nosotros mismos, admitiendo nuestras propias fortalezas y vulnerabilidades.
Piensa en alguna actividad que te gusta mucho o también una persona. Inicias con ímpetu y fuerza, pero pronto te ves desanimado y buscas pretextos para no continuar o muchas veces ni siquiera dar el primer paso. Cada quien tiene sus particulares razones, por supuesto, pero normalmente nos vemos inhibidos a continuar porque no queremos acercarnos a la posibilidad de fracasar o perder algo que se tiene, sea real o supuesto. Miles de proyectos y relaciones se quedan en el camino por esta razón. No es algo que esté simplemente a la vista, pero sin duda es frecuente.
El amor nos hace bien porque nos acerca a la vida, a la posibilidad de creer que las cosas que queremos pueden realizarse. No es magia, es una posición de mucho trabajo, honestidad y compromiso que las personas debemos asumir respecto a nosotras mismas, a nuestras relaciones y actividades. No está exenta de dificultades y conflictos, pero la diferencia es que existe la intención de enfrentarlos con miras a resolver y robustecer la dinámica.
Dicho en otras palabras: Vivir amorosamente.